Cuando cuelgan las dianas (10)
[Previo]
Día 10
En Villaconde, las aguas siguieron el curso que habían tomado con los últimos acontecimientos. Unia se recuperaba en su habitación y el resto de forasteros se mantenía ocupado. Régulo, el médico, no compartía ningún detalle sobre el estado de su paciente por mucho que le tentaran con todo tipo de propuestas.
La poca información provocaba que los rumores esparcieran sospechas al correr de cabeza en cabeza. Los vecinos tenían pocos hechos en los que basarse. La esperanza perdía terreno frente a la desconfianza. Cada uno debía escoger qué creer.
Casi dos meses antes de todo.
El río Surco nacía en el Mediador, descendía junto al Resoluto y bordeaba el pueblo por norte y este. En el puente de piedra del sur, Jalrad y Naton echaron la vista atrás. Retuvieron la imagen frente a sus ojos, Villaconde plegado a los pies de los imponentes Trespicos. No sabían cuando volverían a su hogar.
Jalrad era una versión de Naton dos centímetros más bajo y contaba veintitrés inviernos, uno menos que su hermano. Tenía el pelo castaño medio tono más claro, la misma barbilla afilada, que había decidido adornar con un estrecho chivo trenzado que lo diferenciaba de la cara rasurada de Naton; y un cuerpo más compacto. La nariz picuda les daba aspecto de aves de presa. Naton se había armado con una espada corta y Jalrad con una lanza. Ambos vestían cota de anillas y el mismo casco con forma de cuenco. Cargaban un tosco escudo redondo de madera que habían adornado dibujando las tres montañas que dejaban atrás.
Las noticias sobre la mansión Mantiava aceleró sus planes. Un grupo estaba encargándose de las bestias que la moraban desde hacía generaciones. No eran los primeros en intentarlo. Pero hasta ese momento quienes no sucumbieron entre sus paredes fue porque abandonaron a tiempo. Y el terreno que habían logrado conquistar no tardó en perderse.
Ellos llevaban toda su vida escuchando historias sobre la maga Mantiava y la mansión que llevaba su nombre. Fue asediada en su hogar por oleadas de campesinos. Perdió sala a sala, pasillo a pasillo, hasta llegar a la desesperación. Sin escapatoria, desencadenó la maldición. Nadie habitaría su hogar. Bestias y alimañas de las montañas, de los bosques, de los ríos y de todos los rincones empezaron a movilizarse. Abandonaron sus territorios para llegar a la mansión. El ejercito que mantenía el asedio empezó a verse acorralado a pesar de fortalecer sus barricadas. Duraron un tiempo, lo suficiente para acabar con Mantiava. Tenían la esperanza de que eso terminaría con la maldición… Pero no funcionó. Y se vieron forzados a abandonar la mansión ante las nuevas oleadas de garras y colmillos que acabaron instalándose en el palacio.
Los dos hermanos se habían imaginado en multitud de ocasiones en el interior de aquellas paredes. Armas en mano, rodeados de bestias y sobreviviendo a espadazos. Era el momento de cambiar las espadas de madera, de hacerlo realidad, de cubrirse de gloria. Se habían entrenado para aquel momento, habían ido comprando el equipo con la esperanza de echarse a los caminos en busca de aventuras y no pudieron dejar pasar aquella oportunidad. Vendieron sus pertenencias excepto la casa, poco más que un espacio cuadrado de cinco por cinco, para costear el resto del equipo. Solo podían pensar que tenían que ser parte de ello, que empezarían cruzando por la puerta grande. Limpiando un bastión impenetrable que había perdurado durante siglos…
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Les llevó casi dos semanas de viaje. El bosque había reclamado los alrededores de la mansión a lo largo de los años. Encontraron un camino que había sido abierto a través de la maleza. En los bordes, arbustos y ramas llegaban a la altura de la cadera, y hasta los hombros en alguna zona. Más adelante encontraron puntos en los que el camino se internaba como un túnel, del tamaño de un carruaje, entre ramas cortadas, arbustos a la mitad, troncos derribados a los lados… Los hermanos tenían la sensación de ser engullidos por el bosque.
Llegaron a un claro con una carpa y varias tiendas de campaña. Calcularon que podrían acoger cerca de treinta personas. Había sido talada, despejada y limpiada una distancia de quince metros hasta los árboles y al otro lado del campamento había un gran estanque rectangular con muros bajos. Se adivinaba que fueron blancos, pero estaban repletos de manchas negras, musgo y plantas enredaderas; reteniendo aguas sucias llenas de líquenes, hojas y espuma blanca y verde oscura. El brazo de una estatua de piedra asomaba entre todo ello apuntando al cielo. No vieron donde podía estar el resto. Los dos hermanos miraban con atención lo que había sustituido los espléndidos jardines que en su día tuvo el palacio.
El estanque se alargaba en dirección a la mansión subiendo en peldaños. Entre los árboles pudieron ver dos tramos de escaleras de piedra que ascendían para juntarse en una terraza. La fachada principal estaba derruida en el centro, invadida por más árboles, y se perdía de vista a los laterales. La mansión había perdido la majestuosidad que en su día le concedía el lujo. Oculta e invadida por la naturaleza que retrepaba por todas sus paredes había ganado un aspecto tenebroso e imponente.
Se internaron en el campamento en dirección a la carpa, se cruzaron algunos hombres y mujeres pertrechados para el combate. Contaron solo seis personas. El sol se inclinaba alargando las sombras cuando una enana de trenzas entrecanas salió de la carpa. Dos de sus trenzas caían por sus patillas y otras dos más gruesas por su nuca. Se fijaron en la cicatriz que asomaba en su barbilla. Los vio y se acercó a ellos.
— Bienvenidos. Mi nombre es Khorianta.