Hasta retomar el vuelo

[Relato publicado en la revista Entrañas]

De niño me juntaba con amigos debajo de casa y lanzábamos aviones de papel al aire para que compitieran a capricho del viento. Cada ráfaga era una oportunidad para aumentar su tiempo de vuelo, para dejarse llevar en una pirueta o ir directo al suelo. Habíamos probado varios diseños pero usábamos casi siempre el mismo. Era el que mejor resultados daba en nuestro juego. Un morro de dos pequeñas puntas y amplias alas que podías personalizar con pliegues y cortes, formando alerones en la unión de ambas, en la cola o en las franjas laterales. Lo que se te ocurriera. Sobre el papel permitíamos todo. Lanzar el modelo original o repleto de cambios. Y volaban, no creas que no. Alguno llegó a la altura de los tejados, que tendrían tres o cuatro pisos, subiendo poco a poco, en círculos, con cada ráfaga. En una ocasión uno de los míos llegó alto, levantando el morro hasta dar la vuelta. Al descender de la pirueta, antes de estabilizar el vuelo, cayó en picado contra el balcón de un segundo piso y quedó enganchado entre una maceta y la barandilla. Un avión vencedor perdido.

El caso es que había veces que uno de los aviones aterrizaba en la carretera. Era una calle peatonal, por lo que no había mucho peligro de que nos atropellaran, pero los conductores no tenían tantos miramientos cuando era un cacho de papel lo que caía frente a sus coches. Y nosotros dejamos de rescatarlos. Esperabas que pasara el coche, recogías tu avión, remarcabas cada doblez para insuflarle nueva vida y te unías al siguiente lanzamiento. Mientras ibas pensando en hacer uno nuevo.

— 3, 2, 1. ¡Ya!—

Los aviones volvían al aire, flotaban formando curvas, subían con una ráfaga, giraban de lado al perder viento a favor y caían, o los recogía de nuevo la corriente prolongando su vuelo. Hasta que sólo quedaba uno. Que luciera la huella de las ruedas como marca de guerra, como condecoración de veteranía, nos sorprendió las primeras veces. En serio, por eso habíamos dejado de intentar rescatarlos, a menos que se hubieran ganado nuestro cariño con sus maniobras. No pasaba siempre, podía quedar inutilizado y aguantar medio segundo de vuelo a partir del atropello, pero era una posibilidad. Creo que alguna vez hasta habremos tirado al suelo un avión que ya no nos gustaba como volaba para ver si renacía de sus pliegues. Supongo que el azar lograba darle los dobleces aerodinámicos necesarios o vete tú a saber.

¿No has arreglado alguna vez algo a golpes? No es el mejor método, pero es el que siempre tienes a mano. Un golpecito al televisor para que sintonice bien, o al ordenador que se cuelga… Vale, vale, ya te estás imaginando porqué estamos aquí así que no lo alargaré más.

Necesito que te pongas en aquella esquina. Toma, sujétame las muletas y me avisas cuando venga un coche. Arreglaré lo que no logran los médicos.

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