Gigante

Al mirar el cielo quedó deslumbrado y cerró los ojos. La cálida caricia del sol sobre su piel lo retuvo inmóvil hasta que las olas que asediaban sus murallas le salpicaron con toque gélido. Reculó un par de saltitos para huir de las gotas. Amenazó al mar haciendo bailar su arma en sus manos y la clavó frente a su castillo con un gruñido.

Paseó la mirada por encima de los muros. No le gustó ver más castillos. No pensaba permitir que compitieran con el suyo. Sin pensarlo saltó sus murallas desarmado para abalanzarse hacia las de sus enemigos. Al llegar al castillo más cercano empezó a pisotearlo sin importarle los gritos y lloros que arrancaban sus embates. Lo redujo a una masa irreconocible antes de dirigirse al siguiente.

Sobre las ruinas de otra fortaleza sintió que le perseguían. Echó a correr, arrollando castillos hasta que no encontró más. Entonces se detuvo para comprobarlo. No había ninguno. Se alegró. Pero la sonrisa desapareció al darse cuenta de que el suyo tampoco estaba. Lo buscó con desesperación y descubrió el palo que había clavado en la arena. Sobresalía del mar. Las olas se habían tragado su construcción. Se puso a llorar.

Sus padres le alcanzaron. Su intención había sido enseñarles su obra, la mejor de la playa. Pero acabó con el culo dolorido y castigado bajo la sombrilla. Contemplando como se elevaban nuevos castillos.

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