Cuando cuelgan las dianas (8)
Día 8
Naton estaba a oscuras. Sentado en el suelo de tierra de su casa. Tenía la espalda contra la pared, los codos sobre sus rodillas y las manos apoyadas en la empuñadura de su daga negra, que estaba clavada entre sus piernas. Respiraba con largas y lentas bocanadas mientras su mente insistía en rememorar otra vez la noche anterior.
En lo alto del Resoluto había dado un paso hacia el Sabletormenta. Estaba muy herido. Tenía que estarlo para no levantarse a darle caza. En el segundo paso se dijo que si el pueblo se encerraba en sus hogares como cada noche no podría pasar nada. Que la bestia no sería capaz de atravesar ninguna de las ventanas afianzadas con tablones de madera. Al tercero pensó en el riesgo de acercarse armado con una daga. Era ideal para enfrentarse a otras dagas, lo bastante larga para medirse con una espada corta, pero temía cada centímetro de menos que hubiese frente a las garras del Sabletormenta. En el cuarto sospechó que estuviera reservando fuerzas. Esperando el momento justo para saltar contra él. El mínimo despiste para que no tuviera opción a esquivar. A cada paso surgían nuevos miedos, nuevas excusas… Todas le parecían buenas, todas tenían parte de razón.
Empezó a ver los rasgos de la criatura. Los dos ojos plateados ocupaban gran parte de la cabeza y una línea negra vertical parecía partirlos a la mitad. Su boca de insecto estaba cerrada. Aunque en sus comisuras habían como dos colmillos que se movían buscando carne. Las patas delanteras eran como las de una mantis religiosa acabadas en garras como hojas de guadaña. Al ver las garras un recuerdo asaltó su mente. Las vio dando un abrazo letal a un hombre que avanzaba un paso por delante de él. La sangre salpicándole. El calor de las gotas en su rostro.
La imagen de su memoria le detuvo. Había sido otro Sabletormenta. Reculó un paso. Pero se dio cuenta de que tenía que hacerlo. No podía irse. Existía la posibilidad de que llegara al pueblo, que encontrara alguien fuera de casa… Debía evitarlo. Si pasase algo no se lo podría perdonar.
No tuvo tiempo para decidirse. La criatura se impulsó contra él. El salto fue torpe y Naton actuó por reflejo. Dio un paso a la izquierda, alzó su arma a su diestra y una de las garras se deslizó contra su filo. Inclinó la punta hacia abajo cuando pasó el cuerpo de la criatura y se impulsó hacia ella. El acero cortó el costado del Sabletormenta, que aulló cayendo a su espalda. Naton se giró para no perderlo de vista. Lo vio tirado de espaldas en el suelo. Se sacudía sin fuerzas, intentando ponerse en pie. La sangre brotaba de la herida que acababa de asestarle y vio una de las patas machacada. Podía ser la que había golpeado Khorianta en la historia de Unia. Era una de dos pequeñas patas al final de su cuerpo y tenía otras dos como las de un saltamontes, con las que se impulsaba para saltar.
Se acercó despacio, buscando el punto más alejado de las garras. Vio que también tenía unas pequeñas patas en el torso. Supuso que podrían servirle para manipular alguna cosa o para desplazarse sin saltar. Cuando le sintió cerca empezó a zarandear las garras, pero estaban lejos de alcanzarle. Corrió hacia el Sabletormenta al ver que no lograba moverse ni orientarse hacia él y empezó a arremeter contra la parte baja de su cuerpo, junto a las patas traseras, hasta que se apagaron los chillidos. Entonces Naton echó a correr montaña abajo hacia el camino de pastores.
En la oscuridad de su casa pensaba en qué hubiera hecho de haber tenido tiempo para decidir. Y no acababa de creerse que hubiera matado al Sabletormenta. Había estado muy cerca de morir. Muy cerca. Le temblaba el cuerpo.
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Cuando Naton salió de su casa por la tarde vio que los forasteros volvían por el camino de pastores del Mediador. Estaban lejos. Le pareció que estaban cargando una camilla entre dos y que otro cubría la retirada. Cuando llegaron lo confirmó. Unia estaba herida, tumbada en una camilla hecha con su capa negra y unas ramas y torcía el gesto a cada bote. Otro pedazo de capa le vendaba la pierna por encima de la rodilla hasta la cadera. No vio su máscara. Le cargaban entre Cot, que llevaba tres camaleones llamativos encima, y Yamuy. Khorianta iba detrás. La placa metálica con el rostro bigotudo estaba en su brazo. Era un escudo. Tenía arañazos en la nariz del retrato y abollado el bigote en la mitad del lado derecho. En su pecho quedaba descubierta una placa metálica con ganchos sobre la cota de anillas. También con arañazos. Notó que los cuatro estaban magullados y cansados.
Se les fueron juntando los curiosos y Naton aprovechó para unirse. Cuando los vecinos mostraron su preocupación e intención de ayudar, Khorianta los atajó. Dijo que no hacía falta que hicieran nada. Ellos estaban al cargo y estaban preparados. Se fueron directos a la posada donde subieron a Unia hacia las habitaciones.
Naton reparó allí en un hombre con un pañuelo atado en la cabeza que supuso que había llegado en el carruaje. La tela mostraba la progresión del azul, desde el blanco hasta el negro, y le cubría el ojo izquierdo. Sobre la oreja visible caían ralos mechones negros. Abandonó su mesa con urgencia, salió al exterior y volvió cargando una maleta. Se hizo paso entre los presentes para dirigirse a las escaleras y subir por ellas.
Los cuchicheos y rumores de la sala común se interrumpieron al escuchar pasos en los escalones. Aparecieron Khorianta y Yamuy. Fue ella quien tomó la palabra tras pedir silencio con un gesto de su mano.
— Nuestra compañera se pondrá bien. No deben preocuparse. — hizo una breve pausa. — Debo informarles de que las cuevas son más profundas de lo que esperábamos. Vamos a necesitar más tiempo para prepararnos. Y para que se recupere Unia. Les pido paciencia. En este momento el pueblo no debería sufrir ningún ataque. Aún así, por precaución, me gustaría que siguieran refugiándose en sus casas antes del anochecer.
— ¿Pero cuánto tardarán?
— Ahora mismo no podemos responder a esa pregunta.
— No vamos a poder aguantar mucho más… La comida…
— Si no hay más imprevistos puede que acabemos en una semana. Tendrán que racionar por si acaso.