Cuando cuelgan las dianas (7)
Día 7
En las primeras horas de la tarde, el sol se ocultó tras densas nubes y pareció anochecer. Naton aferró su daga con fuerza para controlar el miedo. Tenía la espalda contra la piedra de la montaña y vigilaba por encima de dos grandes rocas que le servían de escondite. Veía la entrada de la cueva donde estaba su tesoro. Un agujero negro, casi triangular, de menos de dos metros, incrustado en la parte baja de una pared vertical. Una planta enredadera de pequeñas hojas verdes se extendía por encima del hueco y alguna de sus ramas caía ante la entrada. Naton la había escogido por aquel detalle fácil de reconocer.
No dejaba de lamentarse por haber escondido allí el tesoro. La idea le fascinó cuando se le ocurrió. Mantener sus riquezas seguras en la montaña como un dragón. Le había salido demasiado bien. ¿Quién iba a robarle? El problema era que él tampoco podía acceder. Pensó que si pudiera escupir fuego…
No sabía si los forasteros habían llegado a la cueva. Cuando intuyó que iban a subir al Resoluto se apresuró en iniciar el ascenso y desde la ladera los vio en el camino de pastores del Mediador. Luego los perdió de vista. Se había tomado un breve descanso para darles tiempo. Y para coger valor. Estaba frente a la cueva. Muy cerca del cubil de los sabletormenta. Le temblaba el arma. Y no podía alargar más la espera o acabaría volviendo a la carrera hasta su casa para encerrarse lejos de las bestias.
Sintiendo la amenaza a su alrededor, como si cualquier movimiento fuera a alertar a los depredadores, se fue moviendo con extremo cuidado hacia la entrada de la cueva. Un crujido le asustó. Dio un pequeño salto y apuntó su daga en la dirección del sonido. No vio más que arbustos, riscos, árboles… Con la otra mano tanteó a su espalda y reculó despacio hasta chocar con una roca grande. Se apoyó en ella queriendo confiar que tenía un flanco cubierto. No pasó nada, no escuchó nada más. Cuando sus latidos se calmaron retomó su avance. No necesitaba tomarse el pulso, retumbaba en sus sienes.
Llegó a la entrada en la que no fue capaz de ver nada. Estaba muy oscura. Se apretujó contra uno de sus lados mientras sus ojos se iban acostumbrando. Pensó en encender la pequeña antorcha que había llevado. En ningún momento tuvo claro que fuera a usarla. La necesitaría para ver, pero no quería delatar su posición. En el interior de la cueva esperaba que no se viera tanto. Empezó a sacarla de la bolsa de cuero cuando algo llamó su atención hacia el interior de la cueva. Se acercó. En el leve giro de la entrada vio piedras. Muchas piedras. Adelantó la mano para palpar la parte que no lograba ver. Habían taponado la entrada.
Varios pensamientos cruzaron la mente de Naton. ¿Así es como los forasteros habían conseguido retener las bestias? ¿las habían enterrado en la montaña? Aquello lo podía haber hecho el pueblo sin su ayuda. Pero no solucionaba nada. Encontrarían la forma de salir de nuevo. Harían una nueva salida. ¿Cuánta hambre podía retener la tierra y las piedras? ¿Y dónde habían ido los forasteros? Tuvo ganas golpear las piedras con su daga. Estaba enfadado. Se contuvo y se acercó a quitar piedras. Las primeras salieron fácil, pero luego estaban atascadas. No sabía cuántas tendría que quitar. Tardaría demasiado y haría demasiado ruido. Estaría cansado cuando acabase, cuando abriese un hueco para que salieran los Sabletormenta. No tendría ninguna opción de sobrevivir. Tan cerca de su tesoro.
Naton sabía que los forasteros habían subido a la montaña. ¿Habían querido aparentar o habían entrado al cubil por otra entrada? Se asomó por el borde del agujero para mirar los alrededores en busca de otras cuevas. No tenía nada claro que fuera a entrar en ninguna. No sabía si comunicaría con la suya. No sabía a qué profundidad. No sabía si lograría encontrar el camino.
Una respiración entrecortada llamó su atención. Como si algo estuviera olfateando. Miró en su dirección. Quedó inmóvil. Unos ojos plateados con una fina línea negra en el centro le miraban. El sabletormenta estaba agazapado en el suelo a unos cinco metros, saliendo de debajo de un arbusto. No se atrevió a respirar. Tampoco a mirar el resto del cuerpo. En cuanto dejase de mirarle a los ojos le saltaría encima. Lo sabía.
En un parpadeo los ojos se estaban acercando desde el aire. Naton se apartó hacia atrás. Tropezó en una de las piedras que había sacado de la pared y trastabilló hasta chocar al otro lado de la entrada. Se dobló al sentir una piedra a la altura del riñón derecho y alzó el arma cuando los ojos aterrizaron donde había estado encaramado. Sintió una corriente de aire. La sombra de la pata de la criatura pasó ante su cara. Se levantó y echó a correr hacia fuera antes de que pudiera cerrarle el paso. Vio como la bestia se alzaba en el borde. Se giró casi adivinando el nuevo salto y se tiró hacia la derecha, esquivando por poco. Sintió el aterrizaje de aquel cuerpo tras él. Siguió corriendo desesperado.
Se fue deteniendo. No le seguía. Se llevó una mano al costado, donde se había golpeado. Sentía punzadas, sangraba… Miró atrás en busca de su perseguidor. Los ojos estaban medio cerrados a bastante distancia. Calculó que donde aterrizó. Naton se dio la vuelta con la daga en alto. Siguió alejándose a pasos cortos. Esperaba otro salto.
No pasó nada. Seguía allí en el suelo mirándole. Naton pensó en la criatura herida. Se había quedado fuera del cubil. Miró hacia el pueblo. No era posible que llegara. Pero… no podía dejar el riesgo. Los forasteros no estaban en el pueblo. Volvió la vista sobre la criatura, quieto.
— Mierda. —