Cuando cuelgan las dianas (3)
Día 3
Naton despertó pronto y se apresuró hacia la posada tras deshacerse de una nueva pesadilla. Necesitaba estar preparado para cuando los forasteros iniciaran la incursión a Trespicos. Si no lo lograban, al menos recuperaría su tesoro.
Sus caminos se cruzaron. Avanzaban anunciados por las voces de medio pueblo que los seguía. Los niños corrían y daban vueltas a su alrededor. El resto tenía curiosidad, querían tener esperanza. Se hizo a un lado intentando ser confundido con la pared.
Encabezaba el grupo una recia enana. Su mirada firme y el porte de mando daban la impresión de que siempre sabía qué debía hacerse. Una cicatriz de un dedo de espesor asomaba en su barbilla. El resto se intuía que correría por el cuello, fuera de perspectiva. Dos trenzas entrecanas caían desde sus patillas en su pecho, junto a un rostro bigotudo en relieve enmarcado en un cuadrado metálico sobre la cota de anillas. El resto del pelo salía del casco entretejido en otras dos trenzas que rebotaban en su espalda con cada paso. En su cinto un martillo de guerra.
Le seguía una alta figura de piel a rayas blancas y negras. Cargaba la piel de un oso a las espaldas. El pelo de la bestia relucía con vitalidad y la mandíbula se cernía como una visera, con los amenazadores colmillos frente a los ojos del hombre. Vestía protecciones de cuero en pecho y piernas. Sus armas un arco, flechas y un gran machete que rozaba el suelo.
Una capa negra escondía todo rasgo de la tercera figura. Bajo su capucha destellos de una lisa máscara plateada. Cargaba arco y flechas. A la vista.
El último llevaba un camaleón enroscado en su cuello. En lugar de adaptarse a las prendas de su portador exhibía su cuerpo con radiantes colores en movimiento. Líneas verdes como lombrices que se deslizaban con lentitud sobre un campo amarillo. Cuerpos que se revolvían hacia arriba y abajo. Arriba y abajo. El amarillo se volvía naranja. Luego rojo, mientras las líneas se iban tornando amarillas. Hasta que encontrabas la pupila recubierta de escamas del reptil mirándote y un escalofrío sacudía tu cuerpo. Con el temor de haber perdido tus secretos. Aprendieron pronto a evitar el contacto visual. Nadie conocía el aspecto del forastero. Nadie se daba cuenta.
Un pastor del pueblo, Manian «Collote », guiaba a los recién llegados. Naton aprovechó que nadie le prestaba atención para escabullirse. Fue hacia otra de las salidas del pueblo en dirección a Trespicos, tenía que alcanzarlos y prefería que no le viera nadie. Conocía a los forasteros. Y le pareció que no le habían reconocido.
Hacia las montañas habían numerosas vías. Los forasteros iban acompañados por el lado abierto, desde el centro del pueblo, ascendiendo hacia uno de los caminos más usados por los pastores. Era el más rápido. Al norte de ese camino un bosque de roble y arce interrumpía el ascenso con sus ramas medio desnudas agitadas al viento. Naton corría por él.
Trespicos lo forman tres montañas unidas en fila. En el sur, El Vigía otea la planicie a sus pies desde la altura de sus barrancos, donde aún persisten los restos de un castillo abandonado junto a historias enterradas. Mediador era el paso más viable hacia su hermano vigilante. Se abría hacia el pueblo con las pendientes más suaves y a través de mil caminos conectaba también con Resoluto, que parecía seguir creciendo con sus puntas de piedra apuntando al norte.
Naton cruzaba el bosque ascendiendo al Resoluto. Iba por el borde para que los árboles no le impidieran la visión y en las pequeñas cimas observaba el progreso de los forasteros en la otra montaña. Antes de que llegaran a mitad de camino del Mediador su guía les abandonó tras repetir indicaciones. Él recordó su palo marcado y desenfundó su daga. El silencio a su alrededor palpitaba. Era mediodía, había bastante luz a pesar de las sombras de las nubes que se deslizaban por Trespicos. Se intentó convencer de que era pronto, de que estaba a salvo. Aún así, se escondió entre un arbusto y un árbol. Una de las ramas se coló bajo sus ropas y le arañó la espalda. Aguantó el grito. Se acurrucó y miró la otra ladera. Veía su cueva. El grupo había llegado cerca de la cima de Mediador. Hablaron, estudiaron la zona y empezaron a avanzar hacia el Resoluto. Las cuatro figuras aparecían a intervalos entre los riscos.
Se dio la vuelta. El frío recorrió su espalda como la corriente del río. Nada. Cogió aire tras comprobarlo. Y siguió comprobándolo. No se sentía seguro. Ni con la daga. ¿Para qué le iba a servir? En una breve mirada al otro lado vio a los forasteros llegando a una de las cuevas de Resoluto. Se perdieron en su interior. Volvió a su vigilancia y… se tuvo que contener. Quiso gritar. Insultar todos los parentescos de la existencia. Pero no se atrevió a alzar la voz. Con extremo sigilo inició la vuelta al pueblo. Se habían metido en su cueva.
Antes de la puesta del sol, Naton observó el regreso de la expedición. No parecían tener heridas. Ni trofeos. Se bajó de la empalizada y bajó por las calles del pueblo para integrarse con sus vecinos. Habían muchas caras esperanzadas. Empezó a correrse la voz de la vuelta, empezaron a juntarse para la espera y se agolparon alrededor de los forasteros. Tenían preguntas. Solo Khorianta, la enana, se detuvo.
— Refúgiense en sus casas, va a anochecer. — Su voz con la fuerza del martillo contra el yunque. Las preguntas resueltas, las esperanzas tiradas al suelo. — Corran la voz. Haremos guardia. Estarán a salvo. —
Y siguió su camino. Había urgencia en sus movimientos. Naton y sus vecinos no tardaron en dispersarse. No había tiempo para comentar nada, empezaba a irse la luz. Pero lograron acordar algo. El día siguiente pedirían explicaciones.