Cuando cuelgan las dianas (2)

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Día 2

Naton apretaba la espalda contra la pared de piedra sin notar ninguna de sus protuberancias. Estaba acorralado. Su mente solo pensaba en fundirse con ella. En lograr traspasarla. Su mirada seguía los enormes ojos plateados que brillaban en las sombras del otro lado de la habitación. La criatura estaba dentro. Podía sentir sus pasos, su respiración, el oscilar de sus garras, el roce de sus dientes… Surgió de la oscuridad en pleno salto y antes de que Naton pudiera reaccionar tenía dos hileras de colmillos a un palmo de su cara. Gritó. Sintió los dientes perforando su cuello y se despertó con un violento espasmo.

Respirando a grandes bocanadas se palpó la garganta como si necesitara comprobar que estaba intacta y sus dedos resbalaron en sudor sin encontrar ninguna herida. Al erguirse, dolorido, se le pegaron las ropas húmedas al cuerpo. Un movimiento acompañado de una ristra de chasquidos en espalda, hombros y cuello. La noche anterior no se había atrevido ni a encender una vela tras encerrarse en casa. Se había mantenido contra la puerta hasta que se quedo dormido. Entonces su cuerpo se deslizó por la madera hasta acabar doblado contra el suelo de tierra. Apoyado en su cabeza.

Los ruidos de sus vecinos en el exterior le tranquilizaron. Había salido el sol, aunque en su casa apenas se colaban dos pequeñas líneas de luz. Había tapado las ventanas con tablones de madera para reducir riesgos. Como el resto del pueblo. Decidió ir al río para asearse e intentar olvidar la pesadilla. Empezaban a ser recurrentes. Y sabía que eso también lo compartía con sus vecinos.

Los rostros que se topaba eran una mezcla de preocupación, miedo y resignación. Cada encuentro suponía un ligero alivio y la posibilidad de una mala noticia. Aunque el consuelo que daban las caras conocidas era breve. Al caer la noche enfrentarían de nuevo el peligro. Al día siguiente la misma incertidumbre. Quien tuviera suerte.

Esa noche había tocado la desgracia a la familia de Otto « Ruedas ». Naton se enteró de que habían encontrado una de las ventanas de la casa destrozada, los restos de madera por el suelo y marcas de arañazos. En el interior no quedaba nadie, solo manchas de sangre y rastros de lucha. No quiso más detalles. Eran tres menos en el pueblo y pondría más tablas en sus ventanas.

El sol recorrió el cielo en contra del deseo de los habitantes de Villaconde. Intentaban seguir con su día a día, sumirse en la rutina para olvidar la desgracia que les asolaba, hasta que la oscuridad que llevaban semana y media temiendo se acercaba y les forzaba a recordar. Viajeros y comerciantes evitaban el pueblo, los habitantes que se lo pudieron permitir se habían marchado y Naton deseaba hacerlo. Solo tenía que conseguir recuperar su tesoro. El que había escondido en una de las cuevas de Trespicos, tres montañas unidas en fila que cubrían el oeste del pueblo. Donde se habían instalado las criaturas.

Naton se forzaba en ir cada día un poco más lejos, lo que se traduce en un paso más cerca de su tesoro. Imaginaba las bestias bien alimentadas y procreando, por lo que la situación en el pueblo solo podía empeorar. Por desgracia la urgencia no conseguía darle el coraje necesario. Empuñando una daga negra, que algunos ya consideraban espada por su tamaño, se encaminaba hacia el escondite de su fortuna, agarraba un palo marcado con dos cruces con el que señalizaba su último punto de retorno y avanzaba hasta que no se atrevía a dar un paso más. Esa vez fue al ver siluetas moviéndose en las cumbres de Trespicos. No consiguió identificarlas y no pensaba acercarse para hacerlo. Le parecieron más de las que habían calculado y estaban en el exterior antes del anochecer. Dejó el palo y huyó. Iba a necesitar otro plan.

En la puerta de su hogar le interceptó Vaind, un amigo de la infancia. La emoción en su rostro cuadrado intrigó a Naton.

— ¿Viste a los forasteros? —
— No.
— Han llegado cuatro. ¡Y hay una enana! ¿Cuándo has visto una? Se han encerrado con el gobernador y aún no han salido. Seguro que quieren encargarse de las criaturas.

Una mirada al cielo bastó a Naton para postergar su curiosidad. El sol no tardaría en esconderse y no dejaría que la noche volviera a cazarle.

— No son los primeros que lo intentan… — una partida de autoproclamados héroes no regresó de Trespicos. Y de la partida que habían organizado las gentes del pueblo sobrevivió la mitad.
— No te pongas pesimista.

Alzó los hombros. Vaind miró la trayectoria del sol, le invadió cierta urgencia y se despidió.

Naton clavaba más madera a las ventanas mientras pensaba. La incursión de los forasteros podía ser la distracción que necesitaba.

[Continúa]

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