Cuando cuelgan las dianas (14)
Día 14
Naton despertó dando manotazos el aire. La pesadilla le hizo revivir una vez más la muerte de su hermano en primer plano. Intentaba apartar las imágenes de su mente, para volver a enterrarlas. Así como los alaridos que los Sabletormenta emitían de fondo. Los escuchó distantes en el mal sueño y aún sonaban en su cabeza. Un violento croar repetitivo que se convertía en un aullido agudo hasta restallar como un látigo.
Se detuvo en la oscuridad de su pequeña casa. Nunca había escuchado aquel sonido en un Sabletormenta. Al pensar en ello le pareció que se había llegado a despertar durante la noche, al escucharlo. ¿No lo había soñado? ¿Se había infiltrado en su pesadilla desde el exterior? Los temores empezaron a surgir. ¿Se habían escapado de su prisión en la montaña? ¿Era como sonaban malheridas o era el ruido que hacían al estar muy hambrientas? O peor aún… ¿acaso eran otras bestias diferentes? Se apresuró a abandonar su casa. No quería que su imaginación siguiera dibujando posibilidades.
En la calle intuyó que no los había soñado. Los rostros de sus vecinos habían perdido la calma que se había logrado extender por el pueblo ante la ausencia de victimas. Vio reflejado en ellos sus propios miedos y no tardó en descubrir que más personas habían escuchado los aullidos. Por suerte no habían nuevas víctimas. Ni siquiera parecía que nadie los hubiera escuchado por el pueblo. Quizás se preparasen en las montañas, recuperándose, para atacar la próxima noche. Magda no perdió la ocasión. La escuchó propagando todo tipo de escenarios. Acordándose siempre de incluir como había sido engañado el gobernador y que los forasteros se habían aprovechado del pueblo. Su público no se quedaba mucho tiempo. Tenían en los ojos la alerta del animal que busca al depredador que ha escuchado para saber en qué dirección huir. Querían refugiarse en sus casas hasta asegurarse de la ausencia de peligro.
Naton se escurrió del pequeño grupo. Empezó a tener más dudas. Esta vez sobre los forasteros. ¿En serio les habían engañado? No se lo había planteado hasta el momento. Había impulsado las demandas de Magda solo para forzarles a darse prisa, no porque dudara de ellos. Eran los héroes de la Mansión Mantiava. Los había visto trabajar, habían luchado entre sus paredes. ¿O no eran ellos? Podría tratarse de cuatro desconocidos que se han hecho pasar por ellos con algún truco. Con magia. ¿Por eso no le habían reconocido? Se le ocurría otra opción… que hubieran sido derrotados. Que los Sabletormenta estuviesen libres de su prisión en la montaña.
Farfulló varias maldiciones mientras caminaba por el pueblo. No iba a poder recuperar su tesoro. Si los héroes de la Mansión Mantiava no lo habían logrado era ingenuo pensar que él podría. Se descubrió comprobando paredes y tejados en busca de algún camaleón oculto. Como si fuera una prueba de que eran los auténticos. De que no habían mentido y seguían protegiendo el pueblo. Si es que no habían sido despedazados por los Sabletormenta.
Sabía que si quería hacer algo tendría que ser pronto. Aprovechar la posible debilidad de los insectos gigantes. O el tiempo hasta la próxima caza después de haber llenado sus estómagos. Con los héroes. Alzó la mirada hacia el imponente Resoluto y tembló. Agarró el mango de la daga bajo sus ropas y consiguió reducir los temblores a una leve vibración de su cuerpo. ¿Tenía otra opción? Se preguntó. Si se quedaba allí estaría a merced de las bestias. Si se iba sin nada a merced del destino. Y si subía al Resoluto enfrentaría la muerte. También le preocupaba la suerte de su pueblo. Dio un paso. Se detuvo. Se giró. Se volvió a girar. Dio un paso atrás. Apretó los dientes y el mango de su arma. Su cabeza era un campo de batalla de pros y contras.
Con cada pisada se repetía que la decisión estaba tomada. No podía mirar atrás. No podía permitirse dudar. Y cada metro era más duro que el anterior. Hasta que su vista tropezó con un palo marcado con dos cruces. Era el que había usado para marcar su progreso en el ascenso. Tirado dónde le había caído hace días. Respiró hondo y lo recogió. Ya había llegado a la cima. Había estado en la entrada de la cueva del tesoro. Había matado un Sabletormenta. Se lo repitió en sus adentros.
— Volveré a superar mi marca. —habló en alto a pesar de estar solo. — Lo conseguiré por los dos, Jalrad. —
A media tarde, con el sol escondiéndose a ratos tras las nubes, llegó a la entrada de la cueva. Seguía bloqueada. El techo parecía desplomado en el túnel y descartó retirar las piedras. No contaba con tanto tiempo. Pretendía entrar y salir antes del anochecer. Rogaba por ello.
Se apresuró a buscar otra entrada, la salida que tenían que haber usado las bestias. Intentó seguir las marcas del suelo, las que supuso huellas de Sabletormenta, pero encontró otro hueco cercano al mirar los alrededores. Saltó por encima de unas piedras y se acercó con cautela. Hasta encontrar la boca de la cueva en el mismo estado que la anterior. Empezaba a desesperarse a medida que la luz se desvanecía.
No quería rendirse. Había llegado a la cima enfrentando el temor que le inspiraba la montaña y se negaba a no poder hacer nada. Con repentina determinación siguió recorriendo sus afilados riscos. Su búsqueda era más un barrido de la zona que un rastreo, porque no lograba guiarse correctamente con las huellas. Aunque en lugares las veía tan claras que las contaba como confirmación de su progreso.
Entre los grises del inicio de la noche distinguió tonos rojos y amarillos que le llamaron la atención. Estaban concentrados en la misma zona y empezó a acercarse. Distinguió cuatro pedazos de tela colgados en las ramas desnudas de dos árboles. Dos de cada color. ¿Quién los había colgado? Comprobó la oscuridad a su alrededor con cierta urgencia. Al frente, al fondo, parecía volverse más profunda. La boca de otra cueva. No detectó peligro cerca y empezó a caminar hacia ella.
— Cuidado. —
Naton saltó asustado y corrió a cubrirse tras un tronco, adelantando su daga en dirección a la voz del hombre desconocido. La punta hacia el contorno de un árbol de raquíticas ramas sin hojas recortado sobre el cielo estrellado. Estaba sobre un montículo que se alzaba pocos centímetros por encima de su cabeza. Ante sus ojos el tronco se ensanchó, hacia la izquierda, hasta que la silueta del hombre se separó de ella. Con la forma de un arco en sus manos.
— Tenemos asuntos pendientes contigo. —
— ¿Qué? — Logró responder. La voz le sonó familiar, pero el miedo le obligaba a pensar en luchar por su vida.
— Vas a acompañarme.
¿Era Yamuy?
— ¿A dónde? —
— Ya lo verás. —
Se sintió atrapado. No conseguiría escapar. No sabía que querían de él…
— Vamos. — La silueta empezó a descender del montículo sin hacer apenas ruido.
Naton lo siguió con resignación. Aunque antes miró su mano. Casi no lograba ver la daga negra que portaba en la oscuridad. Pero su puño si sentía el tacto del metal estriado del mango.
[Continúa]