Cuando cuelgan las dianas (13)

[Previo]

Día 13

Los dedos del gobernador jugaron con el extremo de su mostacho mientras sus invitados tomaban asiento en el despacho. Su calva le llegaba a la coronilla y los recibió con una ligera sonrisa que le daba un aspecto bonachón. Tomó la palabra con voz tranquila.

— ¿A qué se debe que aún sigáis frente a mi puerta? —
— Seguimos queriendo respuestas. — respondió Magda.
— Ya os las he dado.
— Queremos ver las recomendaciones.
— ¿Y volveréis a vuestras casas?
— Y queremos saber si hay un mago. — se apresuró a añadir. — Tenemos derecho. —
— ¿Algo más? — preguntó el gobernador con paciencia.

Magda se giró hacia Naton, que asintió para mostrar su conformidad. Dejaron entrar a dos personas de la multitud que había ido creciendo a medida que el hambre se extendía por el pueblo. Naton se había visto forzado a aceptar la ayuda de su amigo Vaind, tras su incesante insistencia, repartiéndose lo poco que éste tenía. Sabía de más vecinos en su situación. Y en peores.

— Queremos saber si se acabó la pesadilla. ¿Podemos volver a nuestra vida? — volvió a hablar Magda.

El gobernador se reclinó en su asiento y juntó las yemas de los dedos de una mano con la otra.

— Dada la situación daré más explicaciones que en otros casos. Entiendo las preocupaciones y temores que sentís. — El gobernador cogió unos documentos que tenía al borde de la mesa y los acercó a los dos.— Acordaron zanjar el problema de las montañas y darme confirmación en persona. Sus credenciales son magníficos. — Magda cogió los documentos. Los fue ojeando mientras escuchaba.— Aunque no hayamos vuelto a sufrir un ataque nos mantendremos prudentes. Entiendo que penséis en la posible falsedad de esos documentos. Los hemos hecho cotejar y han sido enviados mensajeros para confirmar su validez. Son lugares lejanos y aún no han regresado, pero tampoco han mandado señal que desacredite de ninguna forma a nuestros visitantes. — El primer papel llegó a manos de Naton. Hablaba de la encomiable labor del grupo en la Mansión Mantiava firmado por un nombre que le sonó importante. — Pero sí que me han hecho mención a la historia que supongo que ha tenido que ver con todo este revuelo. De un grupo que se hace pasar por los héroes de la Mansión de Mantiava para aprovecharse de los pueblos por los que pasan. — los miró uno por uno. — No conocemos ninguna relación directa. Mis impresiones y datos me empujan a pensar que estos documentos son ciertos. El tiempo dirá si tengo razón. Vosotros podéis escoger en qué confiar. — Los otros documentos hablaban de proezas en otros lugares y los firmaban otros señores con sello propio. También estaba el contrato. Pedían alojamiento y tres comidas diarias durante lo que durase su estancia, reparaciones en la herrería y una ínfima suma de monedas. A Naton le pareció poco.
— ¿Y lo del mago? — recordó Magda.
— No hay ningún mago. Al menos no consta.
— Pero la herida. Y pasó una cosa en la posada que…
— ¿Y quieres denunciarlo? — preguntó el gobernador, mirándola directamente a los ojos.
Se hizo el silencio, pero Naton notó que Magda se lo planteaba. Sobretodo si descubría que había sido todo un embuste.
— Más les vale traer pruebas contundentes si vuelven a aparecer por el pueblo. — Sentenció Magda antes de que acabara la reunión y se despidieran.

Mansión Mantiava

Naton corrió por el interior de la mansión buscando una salida. ¿Se había equivocado en el último desvío? ¿en el anterior? ¿Había algo tras aquel matorral? Había llegado a tirar el arma a una sombra para asegurarse de que no era nada, sin dejar de correr presa del pánico. Ni siquiera se lamentó de su estupidez. Aún no tenía tiempo para ello. No se había desviado del camino hecho por la siega tosca de las espadas hasta que le llegó a la cintura y empezó a dudar. No sabía dónde se había confundido. Las salas y los pasillos invadidos de plantas, hojas y hierbas le parecían iguales. Pensó que podía haber cruzado al otro ala del edificio por debajo del montículo de escombros. Volvió sobre sus pasos, frenético. Necesitaba huir. Una ventana. Luz.

Cruzó un pasillo tras un reflejo como si fuera a escaparse. Al asomarse a la sala vio el tesoro que la ocupaba. Montones de monedas que le llegaban a las rodillas, copas de oro y plata y todo tipo de adornos, con rubíes y esmeraldas, armas enjoyadas… Era como si hubieran reunido allí las riquezas de la mansión. Detrás vio una ventana. Pisó por encima de las monedas para llegar hasta ella. No tenía rejas. Abrió el cierre pero al empujar la vegetación del exterior se resistía. Las ramas enredaderas que la cruzaban de un lado a otro. Empezó a dar empujones hasta conseguir abrirla. Se encaramó para salir, pero con medio cuerpo fuera volvió la mirada atrás. Al menos necesitaba un arma…

Volvió dentro y cogió una larga daga negra con una piedra de ónice bajo el mango. Fue la que juzgó menos ornamental y que entraba en su cinto. Se agachó y empezó a rellenar su petate con monedas. No lo pensó mucho. Se movió con prisa. Lo había apostado todo con su hermano y ahora ya no estaba. Merecía cierta compensación. Reparó en un jarrón que se alzaba imponente a un lado de la sala, sobre un pedestal hecho de una pieza de madera. Un estrecho cilindro negro con aros de oro. Lo único que estaba en orden en la sala. Naton lo puso bajo su brazo y salió por la ventana rozándose entre troncos y ramas para cruzar al otro lado. Guiándose con la pared logró abandonar el lugar.

Región de Villaconde.

A un pueblo de la región de Villaconde llegaban cuatro figuras. Una oculta bajo una capa negra. El segundo, con un colorido reptil apoyado en el hombro, llevaba una túnica con rombos rojos, amarillos y azules y un sombrero negro aplastado. El tercero era un hombre enorme con la piel pintada en un entramado tribal. Llevaba una lanza con una terrible punta similar a la de un arpón y un collar con dientes de oso. A la cuarta en comparación se le consideraba enana. Llevaba el pelo entrecano en cuatro trenzas y en el pecho de su armadura un retrato dibujado con líneas negras. En el bigote se notaban los trazos gruesos cortos y verticales, el resto usaba trazos finos. Un diseño simple ejecutado con gran destreza.

— Espero que aún puedan hacer su famoso guiso. Me lo han recomendado mucho. — dijo la cuarta.
— ¿Qué les pasaba aquí?— preguntó el grandullón.
— Ya nos lo dirán…
— ¿Cómo están las apuestas?— dijo el del camaleón.
— Seis días. — dijo el grande.
— Aquí nos superamos. Doce. — dijo la bajita.
La figura encapuchada parecía tener la mano en la barbilla. La movió al decir su cifra.
— Ocho.
— Yo creo que cuatro. — Alzó los hombros ante las miradas reprobatorias. — Empieza la función. —

Y chasqueó los dedos.

[Continúa.]

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