En diez pasos…

    —Uno.

    Los primeros rayos de la mañana no lograban despegar la oscuridad del apartado claro del bosque. Los presentes eran siluetas recortadas contra su luz, pisando sus largas sombras que parecían querer huir del final inevitable. Hasta el aire frío que los rodeaba se mantenía en una tensa quietud, cargado de una humedad que se pegaba a la piel. La silueta encorvada, apoyada en un bastón, había empezado la cuenta con un tono grave que parecía venir de otro siglo. Sus dedos se enroscaban en la empuñadura de madera gastada, sintiendo su áspero tacto cada vez que deslizaba las manos por el mango. Sus ojos recorrieron los cinco rostros reunidos hasta detenerse en la mujer vestida de rojo. En la crispación de sus labios. En su aliento contenido.

    —Dos.

    La figura del vestido apenas respiraba, temiendo que cualquier sonido precipitara los acontecimientos. Su rostro era una mezcla de enojo y resignación, mientras apretaba las faldas de su vestido con ambas manos. El mismo que había estrenado la noche anterior, con rastros de arrugas tras haberse quedado dormida con él puesto, y que no se había cambiado por las prisas. El avance de la cuenta la dejaba cada vez más paralizada, el aire cada vez le parecía más denso. Aunque no le quedaba nada por hacer o decir, y ni siquiera el llanto parecía alcanzarla. Recordaba la discusión de la noche anterior, cuando había lanzado el anillo de compromiso a su prometido con la furia de quien ya no cree en las palabras. Gritos, súplicas, amenazas… Nada había logrado que entrara en razón. Y allí estaba, atrapada en el silencio, forzada a asistir como espectadora, temiendo el resultado. Clavando sus ojos en la espalda recta de su prometido, que avanzaba impasible, paso a paso, ampliando la distancia que los separaba.

    —Tres.

    La silueta de la espalda recta caminaba al ritmo de la cuenta. Sus pasos resonando en el silencio que se había adueñado del claro. La mandíbula tensa, casi dolorida de tanto apretar, y la mirada fija en el horizonte, en un intento por mantener su mente igual de centrada. Aún así, con cada zancada, sus dudas se agitaban. Todo se había desarrollado demasiado rápido y sentía que iba un paso por detrás de los acontecimientos. Él era vinicultor, dedicaba su vida a ello. Por eso no acababa de creerse lo que estaba pasando, nunca había imaginado encontrarse en aquella situación. Ni siquiera le habían dejado ignorar el comentario. Después de eso, el deber le condujo al claro. Era un hombre de honor y nunca eludiría sus obligaciones. A pesar del miedo que acechaba en los bordes de su mente, susurrándole los peores finales posibles. Desde donde le asaltó la imagen de su prometida, dando voz a muchos de esos miedos, tal como había hecho la noche anterior. Aún sentía en la palma de su mano la huella del anillo que le había devuelto, que ella le había lanzado a la cara. Lo llevaba en el bolsillo, esperando poder entregárselo de nuevo. Y al verla allí se alegró, imaginando que era posible. Quizás había entendido que no podía echarse atrás. Por él, por ella, por el futuro de ambos… Echó una ojeada hacía atrás, al hombre de bigote que caminaba a su espalda, mientras una gota de sudor frío resbalaba por su frente al sentir la amenaza que representaba. La respuesta fue inmediata. Apretó los puños y los dientes, dejando que la determinación volviera a tomar el control de su mente.

    —Cuatro.

    El contorno del bigote, algo más bajo y con los hombros relajados, también caminaba al compás de los números. Su rostro era inescrutable bajo el espesor del bigote, pero sus ojos no reflejaban ni miedo ni rabia. Solo resignación. Se preguntó, no por primera vez, cómo era posible que todo hubiera llegado hasta ese punto. Una discusión banal, unas palabras de más, que le habían llevado a seguir una cuenta que avanzaba sin piedad. No creía en el destino, pero algo en el ambiente le susurraba que todo había sido inevitable desde su primera broma. Un mal momento, su mala suerte y muchos ojos presentes. Como los que notaba a su espalda, juzgándole en silencio. Buscó con la vista a su amigo para sentir algo de apoyo en tan desolado escenario. Este le dedicó un leve movimiento de cabeza para darle ánimos, aunque notó el nerviosismo de sus manos, como ramas secas hundidas en su barba. Una incertidumbre compartida. Inspiró con calma y siguió caminando, no podía esperar más ayuda.

    —Cinco.

    El perfil barbudo intentaba mantener la compostura, pero sus dedos temblorosos jugaban enredándose en su barba. La noche anterior apenas había dormido pensando en la forma de ayudar a su amigo. Tras idear un plan, había logrado vencer su conciencia repitiéndose que era lo que haría cualquiera en su lugar, y que nadie se daría cuenta. Había esperado el momento adecuado, cuando los demás estaban distraídos, y con una calma ensayada había humedecido ligeramente la pólvora de una de las armas. Un pequeño detalle, apenas un cambio, que lo decidiría todo. Con cada número que se pronunciaba, sentía el peso de su decisión sobre los hombros. Sus ojos recorrían los rostros de los presentes, buscando alguna señal de que alguien lo supiera, de que alguien sospechara. Todo parecía seguir su curso. Pero entonces su perro ladró, un sonido seco y repentino que le hizo estremecerse. Giró la cabeza. El animal estaba rígido, con el lomo erizado, mirando fijamente hacia un árbol al borde del claro. No veía nada, pero el perro no dejaba de gruñir.

    —Seis.

    La sombra peluda de cuatro patas ladró y gruñó con fuerza, rompiendo el silencio como un trueno inesperado. Sus patas se afianzaron en la tierra húmeda, el lomo erizado, los colmillos al descubierto. Sus ojos estaban fijos en un punto entre los árboles, más allá del claro. Mientras una corriente de aire hacía bailar hojas y ramas, arrastrando el sonido de sus roces. Algunos de los presentes se giraron a mirarlo, pero el animal no les prestó atención. Una sombra alta y oscura se recortaba entre los troncos, inmóvil, como si formara parte del bosque mismo. El hombre de la barba intentó calmar al animal con un gesto. Pero su perro no dejaba de gruñir, de marcar el suelo con sus patas como si quisiera lanzarse contra la sombra. Por un instante, la sensación de ser observado se extendió por el claro, una presencia silenciosa e ineludible que se filtró en la piel de quienes se permitieron percibirla.

    —Siete.

    Inmóvil, la figura vestida de negro mostraba la serenidad de quien ha visto la misma escena repetirse innumerables veces. Su atuendo, más oscuro que las sombras que lo abrazaban, parecía fundirse con la penumbra del bosque, como si la misma noche lo hubiera moldeado. Los pliegues de su chaqueta larga apenas se movían con la brisa, y la tela parecía beber la poca luz que lograba filtrarse entre las hojas. Desde su posición, observaba la escena con una mezcla de diversión y paciencia. Siempre le intrigaban los motivos. A lo largo de los años, había presenciado muchas razones para llegar hasta ese punto: honor, traición, amor, orgullo… Pero en esta ocasión le resultaba casi absurda, las que más le gustaban. Una discusión por la calidad del vino. Un chiste que habría quedado en el olvido tras unas risas fugaces, si no hubiera estado presente el productor del mismo y las miradas del bar no hubieran gravitado sobre él, casi obligándolo a responder, presionándolo a defender su honor. Ensanchó su media sonrisa, ya había elegido favorito. Quedaba comprobar si llegarían hasta el final. Deslizó su mirada hasta la figura del sombrero, viendo a través de él, sintiendo el peso de su conciencia.

    —Ocho.

    La silueta del sombrero había sentido la necesidad de presentarse en el claro y presenciar el resultado. Aunque su actitud había sido tan tranquila como la de un observador indiferente, su mente no compartía esa calma. En el inicio de la discusión de los dos hombres había intentado aliviar el ambiente con un comentario. Un intento de arrastrarlos al terreno de la broma, un gesto para liberar la tensión, para restar seriedad, una escapatoria tolerable para los egos… Había logrado justo lo contrario. Sus palabras, más afiladas de lo planeado, habían sido malinterpretadas y avivaron la ira de los involucrados, que no tardaron en retarse y organizar aquella reunión en el claro del bosque para solucionar toda desavenencia. Antes de que los contendientes iniciaran sus caminatas en sentidos opuestos, había observado las armas que reposaban en una roca. Un detalle llamó su atención y detectó una pequeña gota de humedad que se deslizaba lentamente por el cañón, como si la pistola hubiera sido mojada. La tomó en sus manos y no le costó entender lo que había pasado. La pólvora no cumpliría con su función. Sin perder tiempo, y tras comprobar que nadie miraba, intercambió las armas de lugar. La trampa se volvería contra el tramposo. Nadie parecía haberlo notado, salvo el perro, que lo observaba desde lejos con sus ojos fijos y desconfiados. Se alejó de la roca antes de atraer sospechas, dejando que la tensión se deshiciera poco a poco en su interior. Miró hacia el anciano del bastón, quien estaba por pronunciar el siguiente número, sin poder librarse del pequeño nudo en su estómago.

    —Nueve.

    El juez, aferrado a su bastón, arrastró la palabra como si quisiera atrasar los acontecimientos. El silencio ante el siguiente número se volvió más opresivo, cargado con la anticipación de lo inevitable. Ni una brisa, como si el bosque entero estuviera conteniendo la respiración, temeroso de lo que fuera a ocurrir. Los hombres seguían moviéndose de forma sincronizada, siguiendo la cuenta que pronunciaba los últimos instantes de uno de ellos. Las sombras alargadas de sus figuras se deslizaban entre las de los presentes. Los segundos se estiraban, cada uno más eterno que el anterior. Pero la cuenta no se detuvo.

    —Diez.

    El último número vibró en el aire como un disparo en sí mismo, cortando el silencio con una claridad mortal. En un parpadeo, ambos hombres se giraron al unísono, disparando casi al mismo tiempo, como si el tiempo hubiese dejado de existir entre ellos. Un solo fogonazo, fugaz y fulgurante, iluminó brevemente las sombras del claro. Y entonces, el sonido de un cuerpo cayendo al suelo rompió la última resonancia del disparo. La figura vestida de negro inclinó la cabeza, observando al caído con una mezcla de indiferencia y satisfacción. Le dio la bienvenida al hombre caído antes de desaparecer.

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